Hablar de algunas emociones, tales como la frustración, la inseguridad, el miedo, la vergüenza o la tristeza, sigue siendo una tarea compleja para las personas, por la connotación que consideramos que tiene en la manera de auto percibirnos, o a nuestra capacidad para afrontar los problemas del día a día, y por la imagen que consideramos que podemos transmitir en los demás, al compartir estas emociones, que suelen asociarse con un estado de vulnerabilidad o de debilidad. Dicha situación puede llegar a verse especialmente afectada por factores como el género, donde se observan, especialmente en los varones, dificultades en el reconocimiento y diferenciación de sentimientos y emociones, tanto los propios como los de otras personas. Por otro lado, también pueden encontrarse casos en los que, a pesar de reconocer sus emociones, estas no se comparten por no ser consideradas válidas o “acordes” con el género masculino, llegando a estimular un sentimiento de culpa por su propia experimentación.
Nuestra conducta, emociones y sentimientos están influenciados por dos grandes factores: por el factor biológico y por el factor social.
Los elementos que forman parte del factor biológico son el hecho de ser hombre o mujer. Los elementos que forman parte de los factores sociales, y que modulan a la persona son amplios y variados. Interaccionando ambos factores, obtenemos que cada persona recibe un tipo de influencia en función del sexo biológico con el que nace. En nuestra sociedad occidental, el hecho de haber nacido hombre o mujer está asociado a una serie de características para cada uno de los sexos.
Estas características forman en su conjunto el concepto de género. Con el concepto de género hacemos referencia a la forma en la que las cualidades, las conductas, emociones, pensamientos y sentimientos se encuentran determinados por la socialización. A partir de esta socialización, la definición de hombre y de mujer es diferente para cada una de las sociedades, y dentro de cada una de las sociedades, las relaciones de género están influenciadas por instituciones y organizaciones como la familia, religión, mercado laboral, la organización del tiempo libre, entre otros.
En la actualidad, hablar de masculinidad “tradicional” refiere al resultado de la socialización que ha ido modulando a los hombres desde tiempos remotos, y que, en ocasiones, no se modifica por conveniencia o beneficio del hombre. La masculinidad tradicional se combina con la “masculinidad hegemónica”, referida a un modelo de ser hombre basado en el rechazo de todo aquello que sea considerado femenino, la imposibilidad de mostrar sentimientos o la adopción de términos tales como el riesgo o la agresividad como sinónimos de la masculinidad.
El aprendizaje de lo que denominamos “masculinidad hegemónica” empieza en el momento en el que se inicia la socialización de la persona. Todavía en el presente encontramos determinadas conductas sociales que se encuentran asociadas a un género determinado. Algunos ejemplos de estos aprendizajes se encuentran en la expresión y comunicación de emociones tales como el miedo, la tristeza o cualquier otra emoción o sentimiento que pueda relacionarse con un concepto de vulnerabilidad.
Según la dicotomía de género, se prescribe para los hombres una masculinidad tradicional, en la que el hombre no necesita estar atento a su mundo emocional. Reprime emociones en lugar de identificarlas, expresarlas y manejarlas con naturalidad.
Según William Pollack (1995), miembro de la Asociación Americana de Psicología y del estudio psicológico de los hombres y la masculinidad, entre muchos otros, los niños aprenden un “código masculino”, cuya principal premisa es que los hombres esconden sus emociones, sentimientos y necesidades tras una máscara, la máscara de la masculinidad. Esta máscara les protege del exterior y de los posibles ataques hacia su persona. El hombre debe ser invencible, fuerte, valiente, agresivo y debe demostrar a la sociedad y a sí mismo que tiene el poder en todos los ámbitos de su vida. Esta situación favorece la asunción de conductas de riesgo, como por ejemplo el consumo de drogas, con graves consecuencias para su salud y la de las personas que le rodean.
Para la masculinidad hegemónica, ser hombre significa lo contrario de ser mujer. La masculinidad hegemónica está construida bajo el desprecio y la humillación de todo aquello que sea diferente al propio modelo, rechaza todo aquello que se considere femenino o bien es considerado de inferior categoría por el mero hecho de serlo, tal y como ocurre, en muchas ocasiones, con la manifestación de las emociones anteriormente citadas.
Esa socialización orientada a reprimir emociones se traduce, en muchos casos, en una nula alfabetización en esta materia. Es evidente que los hombres experimentan tristeza, felicidad, angustia, esperanza y alegría del mismo modo que las mujeres, pero están obligados a ser comedidos, a disimular lo que duele, a contener lo que sienten y a dejar dentro lo que debería expresarse fuera.
Ninguna persona nace con las actitudes, sentimientos y conductas anteriormente citadas. Tal y como se ha comentado, dichas características de la masculinidad hegemónica se aprenden, por lo que tenemos la oportunidad de reflexionar sobre el aprendizaje de la masculinidad asociada, y cómo no, poder comprender la asociación entre las relaciones de género y la construcción de la masculinidad hegemónica que aprenden un gran porcentaje de hombres, para cambiar la sociedad actual y construir una más justa e igualitaria para ambos sexos.
Este aprendizaje debe iniciarse por el cuestionamiento de viejos mitos, estereotipos y actitudes que promueven la masculinidad hegemónica. Mitos o creencias como las que dicen que el hombre que llora da inseguridad o que el padre que expresa emociones hace a sus hijos vulnerables, entre otros muchos.
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